El 11 de diciembre de 2006, hace justo diez años, el entonces presidente de México, Felipe Calderón Hinojosa, declaró la guerra contra la delincuencia a través de la llamada “Operación Conjunta Michoacán”. Con este acto inició una década de violencia ascendente e incontenible en el país. El saldo: 186 mil personas asesinadas, 29 mil desaparecidas y 200 mil desplazadas, además de incalculables violaciones a los derechos humanos y una caída en picada de la confianza ciudadana en las instituciones encargadas de garantizar el estado de derecho. Hoy, a diez años de esa insensata decisión, el Estado mexicano se encuentra corrompido, debilitado y deslegitimado.
Felipe Calderón comenzó su particular guerra contra el narcotráfico como una medida para refrendar su cuestionado triunfo electoral. El arranque de las operaciones militares careció de una estrategia clara y de un diagnóstico que pudiera prever los costos de sacar al ejército mexicano a las calles del país para realizar tareas de seguridad pública. Si bien al comienzo de su mandato existían ‘focos rojos’ sobre el aumento de la delincuencia en diferentes regiones del país, al terminar su sexenio éstos se habían multiplicado y fortalecido.
Desde luego la responsabilidad histórica de la ‘guerra contra el narcotráfico’ no recae sobre una sola persona ni sobre un único partido político. No olvidamos que las raíces del problema de la delincuencia organizada, y en especial del narcotráfico, se encuentran en la irresponsabilidad, corrupción y mala gestión de los tres partidos mayoritarios que han gobernado en diferentes regiones de México: el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Pero la guerra declarada por Calderón resulta trágica por evitable, es el resultado de una elección personal que, desgraciadamente, se ha perpetuado en la actual administración de Enrique Peña Nieto. Los resultados nos remiten a diez años de un aumento sin precedentes de homicidios y extorsiones, una vulneración sistemática y prolongada de los derechos humanos, una desafección profunda de la población sobre sus gobernantes y un descrédito creciente sobre la democracia mexicana.
Al inicio de ‘la guerra’ la tasa de homicidios en México era de ocho por cada 100 mil habitantes según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática de México. Esa tasa llegó a 28 por cada 100 mil en el año 2009, el más cruento de esta guerra. La violencia desatada se ha cebado especialmente en grupos vulnerables, principalmente entre los más jóvenes. También muy grave es la violencia hacia quienes informan en los medios de comunicación: periodistas, reporteros gráficos, redacciones. Los migrantes centroamericanos asesinados o secuestrados en México se cuentan por miles. Las personas que buscan a sus familiares no paran de indagar en fosas clandestinas sin el mínimo amparo de las autoridades. Si esto no es una crisis humanitaria es quizá porque México no parece ser un país en guerra. Pero lo es. Como señala el analista Jesús Silva-Herzog Márquez: “Tras la guerra declarada por Felipe Calderón, somos un país más violento, más inhóspito, más sangriento, más bárbaro”.
Desde la Taula per Mèxic / Mesa por México pensamos que el país se ha convertido en una enorme fosa común de cuerpos, pero también donde se entierra la posibilidad de construir vidas vivibles. Creemos que la comunidad internacional, desde Cataluña, puede contribuir a velar por la defensa y la integridad de los derechos humanos de un país hermano, que otrora fue lugar de acogida para quienes huían de la violencia y la barbarie.
Después de una década sangrienta, México merece encontrar la paz.
Por Verdad, Justicia y Memoria
Taula per Mèxic / Mesa por México